Por Maximiliano Rivera
La primera vez que escuché Racing in the streets, estaba sentado
con mi disc man en un banco del parque Rivadavia. Era sábado a la tarde y ahí
andaba, comprando discos de Springsteen
en la feria. Cuando la escuché, enseguida supe que iba a ser parte de mi vida.
Los arpegios en el piano y la melodía cantada por Bruce emanaban una tristeza muy
parecida a la que yo sentía en ese momento. Y aún sin saber lo que decía la
letra, no podía evitar que esa melodía me traspasara.
Unos días después, entré a Zivals, ahí en Callao y Corrientes,
pleno centro de Capital Federal, y me compré un libro que
traía todas letras de Springsteen
traducidas al castellano. Cuando me puse a escucharla y a seguir la letra no
podía dejar de estremecerme.
Para algunos estudiosos de sus letras esta
canción, al igual que el disco donde está incluida, refleja la crisis
existencial que muchas veces se da en la clase obrera. Refleja las ansias de
sensaciones, ese deseo de hallar el camino propio para elevarse a sí mismo,
para experimentar esa mezcla de emoción y orgullo al optar por decir: “a mí no
me vas a hacer caer, conmigo no”.
Como escribió alguna vez Nick Hornby en la novela ALTA FIDELIDAD, en una canción se necesitan
elecciones simples, y Springsteen eso
lo sabe muy bien. Sabe exponer ese contrapunto: o te vas o te quedás, o ganás o
perdés, o te morís poco a poco o te bañás y te vas a correr carreras en la
calle. Como si en la vida sólo pudieras rendirte o reconciliarte con el
desengaño y seguir adelante. Steve J Powell
en su libro sobre Bruce escribe que en esta canción el autor hace esta
distinción de manera conmovedora, porque por un lado están los tipos que
simplemente “se cansan de vivir, mueren poco a poco, semana a semana”,
refugiándose en el pasado porque no soportan el presente. Y por otro lado hay
personas como el protagonista, que consiguen hallar ese algo que da sentido a
su vida, aunque solo se trate de hacer carreras en un viejo Chevrolet.
En CARRETERA DEL TRUENO (Thunder Road), el protagonista pasa a buscar a la chica (que ya no
es tan deseada como en su juventud) para invitarla a dar un paseo en su viejo
auto. Y claro, todo puede suceder, y más allá de lo lindo que parezca, mientras
el auto no arranque todo lo que uno desea que suceda todavía es una promesa.
En cambio en CARRERAS EN LA CALLE nos
encontramos con un relato bastante crudo y realista. El auto ya arrancó, e
incluso llegó a destino y te muestra lo descorazonador que puede llegar a ser.
Uno se encuentra allí con una realidad que te dice que aunque le pongas todo el
empeño del mundo no siempre los sueños pueden hacerse realidad. A lo sumo
podrás obtener alguna ínfima porción pero nada más.
A veces me permito imaginar que quizá el
personaje principal de la canción soñaba con ser un gran corredor, y al haber
fracasado en el intento, le dio sentido su vida corriendo estas carreras en la
calle, como los que van a correr picadas al autódromo. O los que hacen picadas
clandestinas…
Y después está la otra imagen, la de la chica
que logra arrebatarle a un Dandy de L. A., lo cual es un poco el triunfo del
tipo pobre sobre el rico. Me permito imaginarla hermosa, radiante, objeto de
deseo de muchos hombres. Esa clase de chica que sólo pueden permitirse los
tipos ganadores. Y tres años después de esa conquista Bruce nos la muestra con arrugas
alrededor de sus ojos, con la mirada de alguien que odia haber nacido. Además la
imagen del tipo llegando a una casa a oscuras es bastante deprimente, incluso
escuchamos a la chica hablar desde esa oscuridad, diciendo: hey nene ¿hoy lo hiciste bien?
Con el paso del tiempo uno va perdiendo cosas,
y creo que una de las cosas que más sufrimos
es la pérdida de la belleza, y muchas veces con esa pérdida, también se nos va
el encanto. Como en la canción Yegua de los Babasónicos,
donde la diosa de la disco ahora es un flamenco con el ala herida.
Al menos en el final hay una pequeña imagen de
victoria, uno de esos tantos triunfos efímeros que no retratará ningún
fotógrafo ni cubrirá ningún periodista. Ese momento en el que el corredor sube
a su chica al auto para dirigirse hacia el mar en nombre de todos los
forasteros fracasados y los ángeles en sus bólidos para lavar “estos pecados de
nuestras manos”. Incluso imagino a ese auto yendo a toda velocidad por una
carretera vacía, con un paisaje árido a los costados, tal cual muchas veces nos
lo han mostrado esas películas de fugitivos. Lo imagino llegando de noche a una
playa vacía apenas iluminada por la luna…
Y más allá de que a al protagonista parece
irle bien en las carreras, cuando llega
a su casa esa magia de triunfo cotidiano parece esfumarse ante la frustración
que siente su chica. Y creo que es un sentimiento que se da en muchas personas
(me incluyo) cuando descubrimos que ya no seremos luminarias, porque entendemos
que en ese cielo no hay lugar para todos.
Muchos
renuncian a seguir explorando ese talento innato que tienen consigo y se
dedican a una vida sencilla. Se atrofian y se convierten en seres comunes,
personas responsables pero insípidas. Otros en cambio se van a jugar la pelota
una vez por semana en alguna liga barrial, o tocan en una banda de rock en
locales chicos, o escriben libros que nunca son publicados, o hacen programas
de radio para unos pocos oyentes, o corren picadas en el autódromo, o brillan
en las jornadas deportivas municipales, o van a leer sus poemas a encuentros
literarios con micrófono abierto, o van a estudiar actuación para conseguir un
papel en alguna obra de teatro under, y la lista es infinita. Es infinita la
cantidad de cosas que uno puede llegar a hacer para reconciliarse con la
frustración que siente y encontrarle un sentido a su vida.
Y eso de alguna manera te convierte en una
especie de héroe anónimo, en una luminaria para pocos. Te convierte en parte de
esos millones de personas que eligieron aceptar el desengaño, reconciliarse con
lo que son, y seguir adelante.
Te convierte en esos que llegan del trabajo,
se bañan, y se van a correr carreras en la calle…